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Instan-taneas de Hanoi. Vietnam

Me cuesta entender que era, pero algo me atraía de la ciudad. No solo me atraía, sino que me conquistaba, me enamoraba, me hipnotizaba. Todos los días me despertaba con un optimismo renovado, queriendo enfrentarla, sin importar cual había sido el final el día anterior. Había algo en su esencia que me cautivaba tanto que nunca me hacia odiarla por completo. Era (y es) una relación de amor y odio, en donde el amor siempre terminaba ganando. O el optimismo. O la esperanza de que un día todo iba a ser calmo y tranquilo. Casi como si fuera una persona.
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Mientras caminaba por sus callejuelas, llenas de sonido y movimiento, me preguntaba si alguna vez había existido la calma en ese lugar. Incluso antes de la guerra. Me costaba imaginar mis pasos sin los ruidos de las motos a mi alrededor, sin los vendedores ambulantes amontonándose sobre mí, sin la contaminación acumulándose en mis pies.
Mis días en la ciudad de la furia asiática transcurrían entre educación y turismo y, todavía hoy, me cuesta encontrar una respuesta a la pregunta sobre que disfrutaba más. A veces las clases eran encantadoras. Y a veces eran encantadoramente terribles. A veces los días de turista eran odiosos. Y a veces eran odiosamente mágicos. ¿Qué había en esa ciudad? ¿Qué había en su aire que me fascinaba? ¿Era su historia? ¿Era su gente? ¿Era su rutina? ¿Era eso que lo hacía tan diferente a todos los lugares donde había estado, pero tan parecida a mi Buenos Aires?
Sonaba Fito Paez en mis oídos. Caminaba a un ritmo bastante rápido. El sol me pegaba en la cara. A diferencia de ellos, quería que los rayos me bañaran. Me da energía. Y entonces los ví. Ahi sentados. Uno al lado del otro. Tan cerca. Tan lejos. Cada uno inmerso en su mundo, en sus problemas, en su rutina. Sumergidos en sus pensamientos y en sus problemas. Pero había algo de paz en sus caras. Había algo que les daba tranquilidad. ¿El lago que los rodeaba, capaz? ¿Acaso sabían algo que yo no? ¿Acaso se habían enterado que en su casa los esperaba una deliciosa cena? ¿O acaso solo le sonreían a los problemas?
Los miré. No me miraron. Los seguí mirando y ellos me siguieron obviando. Los retraté. Seguí caminando, tarareando letras y más letras. Pero mi cabeza pensaba en ellos. Las motos me pisaban los talones. Las señoras me intentaban vender sus panes y frutas. Los nenes me miraban. Si hubiera tenido zapatillas, alguno de ellos me las hubiera querido limpiar.
Seguí caminando. Sin rumbo. Queriendome perder en sus calles. Una vez más. Sabía el final. Me iba a enojar con su ruido y sus costumbres. Pero quería perderme. Lo necesitaba. Miré el reloj. Todavía tenía tiempo, bastante. Me sumergí en el laberinto de sus calles, deseando que, esta vez, me pierda más tiempo que la vez anterior. Porque así es esta ciudad. Bipolar. La amas. La odias. La amas. Te perdes. Te encontras. Te perdes. Te encontras. Como la vida. Como los viajes.
Una Vuelta por el Universo. Instan-taneas de Hanoi. Vietnam

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