Desde que puse un pie en Laos, siempre quise ir a Luang Prabang. No se porque. Más allá de su creciente turismo y de que sea un Laos diferente al verdadero Laos, siempre me llamó la atención sus fotos, lo que la gente escribía de la ciudad, su supuesta atmósfera. No se, tenía ganas de conocerla. Tampoco quería pensar mucho en estos días. Suele pasar que, cuando más esperas de algo (o alguien), es cuando menos recibís. No tenía ganas de llevarme una decepción.
La llegada a la ciudad fue, al menos, interesante. Lo que supuestamente iba a ser un bus nocturno en donde íbamos a poder dormir toda la noche, se transformó en una mini-van con un aire acondicionado en modo Siberia y un acelerador en modo Ferrari. Alrededor de las 2:30 de la madrugada estábamos en las calles de Luang Prabang sin ningún hostel reservado y con, obviamente, toda la ciudad durmiendo.
Pero por algo la volatilidad viajera es una de las mejores cosas que pueden pasar cuando uno viaja. En una búsqueda nocturna de una guesthouse que nos permita pasar unas horas hasta que amanezca, llegamos a la guesthouse de Boun, encuentro que terminó retratado en esta instan-tanea, una de las más especiales hasta ahora.
Finalmente, cuando el sol apareció en la ciudad más francesa de Laos, hicimos el check-in y… nos fuimos a dormir. Dormí algunas horas y me levanté para, caminata mediante, ir a la Embajada de Vietnam a tramitar mi visa. Dentro de unos días empezaba mi aventura vietnamita (que todavía no termina, mientras escribo estas líneas).
El grupo que se había formado en Vang Vieng viajó en dos tandas a Luang Prabang. Los chicos franceses y yo lo hicimos una noche antes, y el resto llegó a la noche siguiente, noche en la que conocimos a Julia y Katrin, dos chicas alemanas que terminarían siendo mis compañeras de viaje por el resto de Laos. Los días en la ciudad fueron de lo más encantador y tranquilo, justificando ese cariño que le tenía de antemano. No se si es un lugar para hacer muchas cosas, pero si es un lugar para ser, mucho tiempo. Es ese lugar para caminar, tomarse un café, leer un libro, ver un atardecer, leer otro libre, tomar otro café, disfrutar. Para ser.
Luang Prabang, se podría decir, esta hecho para el turista. Si todo Laos estuviera tan cuidado como Luang Prabang… Pero no me importa, disfruté la ciudad y mucho, y queda en mi memoria como uno de los lugares que mejor me sentí durante este viaje. Hay veces que uno tiene química con un lugar, no hay que buscar más explicaciones. Y yo la sentí con LP.
Me gustó caminar sus calles sacadas del sur de Francia, con sus casas con ladrillo a la vista. Me gustó caminar bordeando el hermoso Mekong. Me gustó subir no se cuantos escalones y ver un atardecer, rodeado de no se cuantos turistas. Me gustó ir a esas fascinantes cascadas, aunque me perdí a la hora de contar cuantos chinos había. Me gustó el mercado callejero y sus 178 puestos vendiendo lo mismo. Me gustó su buffet vegetariano. Me gustaron sus baguettes. Sus panqueques. Sus licuados. Si, me encontré con esos turistas que solo les interesa emborracharse y no tienen interés en conocer la verdadera cultura laosiana. Pero bueno, queda en ellos. Yo disfruté levantarme a las 5 de la mañana para ver como los monjes salen de sus templos y recolectan las ofrendas de la gente que los espera en las calles, aunque este también sea un rito que el turismo esta contaminando.
Además, admito, la compañía hizo las cosas más fáciles. Cuando uno se encuentra con esos viajeros que están en la misma sintonía que uno, todo se simplifica. Fuimos juntos a las cascadas, jugamos al bowling, nos cortamos el pelo en la calle con un japonés que recorría el mundo cortando el pelo sin cargo, madrugamos, trasnochamos, tomamos café (y algunas cosas más), comimos panqueques, caminamos y caminamos por la ciudad, probamos los mejores fried noodles que recuerdo haber probado y más, mucho más.
Luang Prabang es esa ciudad que sale en los diarios, es esa ciudad que hasta mis papás conocían, es esa ciudad que aparece en Google cuando buscas Laos. Entonces es de esperar que tenga un turismo mayor al del resto del país y que, este turismo, sea de lo mas diverso. Pero la ciudad sabe de esto y, si un va preparado mentalmente para disfrutarla, ella te espera con los brazos abiertos y te contagia su encanto, te cautiva, te hipnotiza. No se cuantas veces caminé su casco histórico. Pero lo caminaría una y mil veces más. Me tomaría miles de cafés en ese bar que miraba al Mekong. Nadaría en sus cascadas todas las veces que pudiera. Subiría todos los días de mi vida esos escalones para ver ese atardecer. Volvería siempre que pudiera a visitar Luang Prabang. Porque en esos días pude ser, y es lo que mas me interesa en este viaje.
Llegó el día de dejar la ciudad. Boun me obsequió una pulsera naranja hecha por los monjes (que todavía me sigue acompañando), le regalé un rosario, agarré mi mochila y emprendí viaje. La caminata primero me llevó a la Embajada de Vietnam, a retirar mi visa. Después me llevaría a la terminar de buses, para subirme a uno que me lleve a Nong Khiaw, mi próximo destino. Julia y Katrin se sumaron. Quedaban en el camino unos días que había esperado por mucho tiempo. Días que, gracias a Dios, no me defraudaron.