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Savvanakhet, aires de tranquilidad

Llegar a Laos fue una aventura de muchas horas. Aunque avivó (un poquito más) la chispa interna viajera, y me hizo sentir orgulloso de mis capacidades para moverme entre ciudades y países, me generó un cansancio físico indisimulable. La mochila pesaba más de lo normal y las piernas no respondían a todos los estímulos que el cerebro generaba.

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Estaba en Pakse y ya era momento de seguir viaje. Savvanakhet me llamaba y, como el presupuesto seguía siendo ajustado (¿Cuándo no lo fue?), tenía que encontrar la mejor manera de llegar a destino. Finalmente, después de preguntar y preguntar, me di cuenta que en mi misma guesthouse vendían pasajes a buen precio, o al menos no tan caros. Un tuk-tuk me llevó a la estación y, luego de darme el boleto, me senté a esperar a que el bus viniera. Al lado mío, una señora de unos 50 años y definitivamente nacida en occidente, me preguntó si me podía dejar su valija unos minutos. Le dije que si y entonces ella fue a comprar su boleto. Volvió y se sentó en el piso, al lado mío, con total naturalidad. Su chispa interna estaba más viva que nunca. Su valija no era una mochila. Seguramente se diera algún que otro lujo. Su maquillaje y sus ropas mostraban un cierto status. Pero ella era (y es) una viajera, con todas las letra. Ella quería conocer Laos en todo su esplendor. Y vaya si lo estaba haciendo. Me hubiera gustado hablar más con ella.

El bus llegó y ambos nos subimos, pero nos sentamos en asientos diferentes. A partir de ahí, nunca más la vi. Un bus lleno de locales. La señora y yo éramos los únicos extranjeros. Este viaje fue la perfecta introducción a como es viajar de manera local en Laos. Me senté al lado de un muchacho que, cada vez que sacaba mi celular para mandar un mensaje, sumergía su cara en mi pantalla, sin miedo a que me enojara o a que piense que se estaba desubicando invadiendo mi privacidad. Es más, si lo miraba, me sonreía y seguía mirando, sorprendido. Cuando este personaje (que llevo junto a él un pescado asado, atado a una cruz de madera, todo el viaje) se bajó en medio de la ruta y entró a una casa perdida entre el verde, me di cuenta que, capaz, había visto un iPhone por primera vez en su vida. Así como yo veía por primera vez en mi vida lo que mis ojos estaban presenciando en ese momento y también me asombraba. Un asombro incluso un poco mayor.

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El viaje continuó. Lento, pero continuó. Música laosiana que nunca pude entender a todo volumen. Ventiladores de mano colgados en los techos. Ventanas abiertas. Paradas cada 45 minutos para vaya a saber uno que. Vendedoras ambulantes subiendo para vender pollo, carne o lo que fuere. Personas subiendo bolsa grandes, muy grandes, que viajaron el resto del viaje en el pasillo del bus. Entonces, ahora, cuando el bus paraba y uno quería salir para lo que fuere, tenia que saltar estas bolsas, o caminarlas por arriba. Y, como siempre, remeras de Argentina y Messi en los cuerpos de varias personas que viajaban conmigo.

Unas 6 horas después de haber salido, el bus llegó a Savvanakhet. La guesthouse donde pensaba hospedarme quedaba a un par de kilómetros asi que cargue mi mochila en mi espalda y empece a caminar, mientras el sol iba cayendo allá al fondo, donde también estaba el río Mekong. Los tuk tuk no se esforzaban en acosarme para llevarme. Me gritaban a lo lejos, y esperaban que mi mirada su cruce con la de ellos. Un simple gesto de negación hacía que siguieran haciendo lo que estaban haciendo, que muchas veces era una siesta. Al menos en los lugares menos poblados de Laos, pasa esto.

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Savvanakhet me recibió con una paz a la que no venía acostumbrado pero una paz a la que no me costó acostumbrarme. Unos aires de tranquilidad únicos, que nunca había visto. Al llegar a la guesthouse, tardé 20 minutos en que alguien me viniera a atender. Regla número 1: En Laos, todo a su tiempo. Durante esos 20 minutos, un canadiense, con su novia tailandesa, que estaban ahí unos días esperando su visa para Tailandia, me invitaron una cerveza y nos pusimos a hablar. Regla número 2: En Laos, todo se acompaña con una cerveza. Y siempre es BeerLao.

Finalmente, después de una muy buena cerveza y una mejor charla, pude dejar mis cosas en la habitación y salir a recorrer el pueblo, pueblo del que enamoré instantáneamente. Su gente, sus casas, su amabilidad, su atardecer, su todo. En Savvanakhet no hay nada para hacer, pero hay todo para hacer. Todo el tiempo es para uno. Me empecé a dar cuenta que Laos, en general, es así. Y esa idea me empezó a gustar.

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Mis 3 días y 2 noches fueron muy tranquilos, demasiado. Mucha paz. Gratificante. Me despertaba tarde, compraba algo para desayunar en el mercado de la esquina y, después de un café, trabajaba un par de horas en mi notebook. Salía a caminar por las calles de tierra, para perderme entre las mismas. La gente me saludaba. Y yo les devolvía el saludo. Entraba a algún templo a pasar el rato, a conocer. Salía y seguía caminando. Mi único objetivo de esos días era esperar el atardecer, para ver el sol caer en el río Mekong. ¿Algún día probaste eso? Esperar el atardecer con tantas ganas, que sea lo único que pensas en todo el día. Y, cuando llega, tomar una cerveza bien helada y verlo caer. Verlo caer sobre suelo tailandés porque, del otro lado de ese río mágico, el país ya no es Laos, sino que es Tailandia.

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Eso es Savvanakhet, eso es Laos. Un master en despojarte de la importancia de las cosas materiales. En Savvanakhet todos viven tranquilos y sin apuro. La gente no tiene nada, pero tiene todo. Abren sus puertas y de afuera, podes ver el interior de todas las casas. No tienen nada que esconder. Tienen todo para compartir. Y cuando el día va llegando a su fin, todos van para la costanera, y se sientan a orillas del Mekong para pensar en yaya a saber uno que. Miran al horizonte y dejan su mirada perderse en el mismo. Después, van a tomar otra cerveza y comer algo. Más tarde, a dormir. Mañana hay otro atardecer para ver.

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