“Perdona, se esta haciendo eterno. ¿Estas segura que queres seguir escuchando?” – le pregunté, casi con culpa. Es que, lo que empezó como una suerte de catarsis se fue convirtiendo en una historia de la cual se desprendieron muchísimas aristas, tornándola infinita, como un árbol genealógico del siglo XVI que se extiende hasta la actualidad. “¿Por qué me preguntas eso? Si no te quisiera escuchar, ya me hubiera parado e ido” – me respondió, seca y con autoridad. “Seguí, en serio”.
El viaje a Kuala Lumpur fue corto y placentero, con algunas paradas que le dieron un tinte especial, ese tinte que tienen los momentos que nunca vas a olvidar. Paramos a comer en una especie de patio de comidas y la familia me contó su historia pero más se interesó por la mía. Me escuchaban, casi con admiración. Eran épocas donde no tenía mucho contacto con mis papás. Creo todavía no lograban aceptar mi nuevo estilo de vida, tan reciente y poco ordinario, tan diferente a su proyección sobre mí. Sentir la aprobación de extraños, al escuchar mi historia, me generaba un extraño confort, dándome la tranquilidad que estaba en el camino indicado.
Luego de muchas charlas, pocos silencios y varias vueltas para encontrar la estación indicada, me bajé del auto y me dirigí al tren, con destino a la casa de mi host de Couchsurfing, Irwan. Nunca creí que un host podría marcarme tanto como lo hizo él, y su familia. “Que grande y cuan pocos límites tiene la hospitalidad en el mundo, ¿no?” ‘ me interrumpió. “Somos creadores y portadores de prejuicios, etiquetamos sin necesidad, creamos muros que dividen” – siguió, sin siquiera darme tiempo a opinar. No hacía falta. Había dicho la pura verdad.
La esposa de Irwan tenía cáncer. Peleaba contra una dura enfermedad desde su casa, donde fabricaba almohadones que después se encargaba de vender a amigos, amigos de amigos y familiares. Siempre me quedó la duda sobre si lo hacía para matar el tiempo o para que el tiempo no la mate a ella. Ellos tenían cuatro hijos y el último había tenido un parto traumático. Antes de nacer, los médicos se cansaron de decirle a Irwan y su esposa que el parto era muy riesgoso y que era probable que ambos murieran en él, la mamá y el hijo. Y ellos, obstinados en un futuro de a seis, buscaron y buscaron hasta encontrar al médico que se arriesgó a continuar con el embarazo. Mientras me contaba la historia, su cuarto hijo me miraba, sonriendo, desafiante, con el orgullo que sienten las personas cuando superan algo que nadie pensaba iba a superar.

“¿Estas bien?” – le pregunté. “Te noto callada”. “Callada no. Compenetrada. No se. Es una historia fuerte.” – acotó.
Bueno. Irwan, contagiando una felicidad que, debo admitir, no se donde salía, me mostró el lado B de Kuala Lumpur. Barrios típicos, comidas locales, las Torres Patronas de noche, una mezquita azul y, lo que más me gustó, me llevó a dar un paseo en barca por un lago, a una hora de su casa, donde, en medio de la oscuridad, uno solo escuchaba silencio y veía las luciérnagas brillar. “¿Lo que más te gustó? – Preguntó, frunciendo el ceño. Estiré mi brazo izquierdo y le mostré el tatuaje inmortalizado en la parte exterior del mismo.
“Léelo” – le pedí.
“¿Brilla noctiluca?”
“Brilla.noctiluca” – la corregí.
“No entiendo”.
“Brilla noctiluca, un punto en el mar oscuro. Pero como la frase era muy larga, puse un punto en el medio”.
Noté su silencio, como sin entender mi punto.
“Es una canción, de Drexler” – seguí explicando. “Una noctiluca es como una luciérnaga. Brillan en la oscuridad. Ese punto en el mar oscuro. Esa luz que brilla, aunque todo parezca perdido”.
Irwan, sin saberlo, me había llevado, no solo a un lugar que pocos conocen, sino también al pasado, a recuerdos de mi adolescencia, de mi vida en Buenos Aires, de cosas y momentos que, en algún momento, tenía que superar. Nos quedamos en silencio, en medio de la diminuta barca, viendo alrededor como la oscuridad se veía interrumpida por el brillo de las luciérnagas, tan verde y nítido, tan pertubantemente encantador.



Los días pasaron y era momento de seguir viaje. Mi próximo destino era Filipinas, un país al que nunca pensaba llegar. Una amiga de la infancia se dirigía para allá, por motivos laborales, y decidimos encontrarnos para compartir una semana recorriendo el país. Bueno, parte de él. “¿Qué pasa?” – le pregunté, aunque ya sabía su respuesta. Agachó la mirada. Cruzó los brazos. Frunció el ceño. Imitando a una nena de 7 años cuando se enoja porque su mamá no la lleva a comprar un helado. Me reí. “Te pusiste celosa”.
Antes de irme, la esposa de Irwan me regaló un almohadón. “Perdón, ¿te regaló EL almohadón?” – preguntó, casi saltando por sobre la mesa, como no pudiéndolo creer. Me volví a reír. “Si, EL almohadón”. Bueno, lo llamo almohadón, pero es esa almohada que uno lleva en el avión, bus o viaje largo en auto, la que uno se pone atrás del cuello, para permitir a este reposar de una manera adecuada durante el viaje. Admito, nunca había tenido uno de esos, nunca me había interesado y me sumaba un elemento más a mi equipaje de mano. Pero lo tomé, como quien acepta los regalos del universo sabiendo que traen un mensaje oculto. Desde ese día, la almohada viajera (así la llamo) nunca me abandonó. Es la pieza del equipaje que nunca puede faltar. Ha sido mi almohada en un bus por Vietnam. Ha sido mi almohada en el aeropuerto de Hong Kong. Ha sido mi compañera en incontables ocasiones. Se me rompió en Laos y, casi por arte de magia, una señora local me vio intentando arreglarla y se ofreció a hacerlo ella misma. La coció y le dio una nueva vida.
Se rió. Se, en el fondo, que odia esa almohada. Si fuera por ella, compraría una más cómoda. Una más blanda. O la tiraría. A fin de cuentas, la uso durante un par de minutos y después le pongo cerca de mi pecho, para abrazarla y rememorar esos días en Kuala Lumpur. Pero sabe que no es negociable. Hasta que el universo no decida quitármela, no pienso deshacerme de ella. El universo la trajo. Será su función dejarla ir.

Compartimos un último almuerzo con Irwan y su familia. Pasé mi último día en Kuala Lumpur paseando por el centro de la ciudad. Me dirigí al aeropuerto, hice el check-in, pase el control migratorio, me dirigí a la puerta y miré la pantalla. Quedaban varias horas para que el vuelo despegara. Busqué un asiento vacío y me senté. Deje la mochila a mi lado. Me acomodé. Abracé fuerte la almohada y deje que el tiempo pasara.
Una Vuelta por el Universo. El Origen. Capitulo VII.