“¿Sentiste, alguna vez, esa imperiosa necesidad de estar solo por unos días? ¿Esa necesidad de no estar con tanta gente, de tener tiempo para vos, de poder caminar sin nadie que dicte el tempo? ¿De ser dueño de tu propia sinfonía?” – le pregunté, para interrumpir el silencio.
La noche estaba siendo muy larga y, sin dudas, el sol del amanecer iba a estar presente en nuestra charla. Aunque, para eso, faltaban todavía un par de horas.
Casi sin esperar su respuesta, continué con mi relato. A veces hacemos preguntas que buscan complicidad, y no respuesta. A veces queremos justificarnos por nuestras decisiones, por haber tomado un cierto camino, y no otro, como queriendo borrar del mapa los caminos que no elegimos. La vida se trata de decisiones, aunque nos cueste aceptarlo. Sino sería bastante aburrida.
Hong Kong y Macau fueron los siguientes dos países que visité. Todos sin hacer un voluntariado. Todos a mi ritmo y solo. Aunque bueno, en la ruta nunca se esta solo. Aparecieron muchos personajes durante estos diez días, que parecieron varios meses. Personajes que fueron nutriendo mi personalidad, que me fueron enseñando mucho y de los cuales, todavía hoy, conservo gratos recuerdos y mejores enseñanzas.

¨Bueno, ¿acaso no es eso lo que buscamos cuando viajamos?” – me interrumpió, con delicadeza y con la firmeza de quién dice algo cierto y meditado por un largo tiempo.
“Toda la razón” – le dije. Es que la tenía.
La realidad es que a Hong Kong llegué por azar y no por un motivo en particular, o concreto. Bueno, así suceden las mejores cosas, dicen. Al momento de embarcar en mi vuelo hacia Filipinas, me pedían un pasaje de salida. No lo tenía. Di un paso al costado, dejé mi mochila, agarré mi celular y busqué una de las palabras que más satisfacciones me dio. “Everywhere”. El primer pasaje que saliera, el más barato, lo compraba. Y así Hong Kong apareció en mi vida.

Después todo se fue dando de una manera bastante natural. Debo confesar que, por un momento, me arrepentí de haber elegido este destino. Hong Kong es caro y, por momentos, se excedía bastante en mi presupuesto mochilero.
“¿Por un momento, solamente?”
“Bueno, por varios. Y varias veces al día” – respondí, resignado. A veces me olvido cuan bien me conoce.
Es que en Hong Kong y Macau, todo cuesta más. El hospedaje. La comida. El transporte. La plata se iba terminando, la computadora solo respondía mails pero de generar páginas webs o manejar redes sociales, bien gracias. Por momentos la desesperación me invadía y me costó, bastante, mantener la calma.
“¿Qué hiciste?” – preguntó, con curiosidad.
“Pedí ayuda” – respondí, simple y conciso.
“¿A quién? Si con tu papá y mamá, por ese entonces, estabas peleado, ¿no?”
“Al universo”.
Aunque tenía razón, y con mis papás no me hablaba tanto por ese entonces, Hong Kong fue un punto de inflexión. Mi mamá, todavía no se muy bien porque, tenía en su mente la imagen de la bahía de Hong Kong. Según ella, de chica (creo) le habían hablado de esa bahía y quería una foto de la misma. Capaz es cierto. Capaz se lo inventó, solo para tener una excusa para hablar conmigo. Solo sé que, por primera vez en mi viaje por Asia, nuestros caminos encontraban un punto en común. Algo mutuo. Y eso sirve, y mucho.
Mande miles de solicitudes por Couchsurfing. Si el universo me había puesto el pasaje a Hong Kong delante de mis ojos, algún motivo tenia que haber. Si estaba ahí, era para disfrutarlo, para aprender, y no para sufrir y renegar.
Las casas de Hong Kong son muy chicas. Después de Nueva York, es el lugar del mundo con el metro cuadrado más caro. Por ende, la gente tiene departamentos diminutos que, obviamente, no cuentan con un cuarto de huéspedes o siquiera un sillón para dormir.
Pero, si uno sabe pedir, el universo escucha. Y una persona me respondió. Me ofreció su sillón, por unas noches. No por la totalidad de mi estadía en la ciudad, pero al menos por dos o tres noches. Otra persona me dijo que no podía hospedarme, pero que a ella y su mama les encantaría invitarme a cenar y conocer más sobre mi historia. Otra persona más se ofreció a hacerme de guía turístico y mostrarme los lugares de Hong Kong que no son tan conocidos.
Al mismo tiempo, desde Macau, me llegaban noticias parecidas. Dos personas se ofrecían a hospedarme por un par de días. Por ende, tenía cubierta la estadía en este hermoso país del que poco conocía. Todo en un abrir y cerrar de ojos. Todo por haber confiado. Todo por haber aceptado la necesidad de pedir ayuda.
“Eso es difícil, ¿no?”
“Creo es algo de lo más difícil. “ – contesté. “A veces nos creemos en un rol de superhéroe, nos creemos inmunes a todos y nos encerramos bajo una carcaza en donde preferimos sufrir antes de pedir ayuda. Preferimos encerrarnos en ese papel de víctima antes de ser lo suficientemente humildes de entender que ahí, dispersas por el mundo, hay personas con un corazón grande y con unas ganas tremendas de conocer nuestra historia, de compartir una comida, de prestarnos un sillón. En este juego que se llama viajar, saber recibir es casi tan importante como querer dar.”
Se quedó en silencio, casi como inspeccionando cada una de las palabras que dije, repitiéndolas, en silencio, dentro de su mente y, asumo, recordando situaciones similares a la que acababa de contar.
Pagué un par de noches en un hostel de Hong Kong y conocí a un brasileño tan buena onda que me da vergüenza no recordar su nombre en este momento. Recuerdo todavía las charlas en un barco por Hong Kong, yendo a a ver la caída del sol. Recuerdo todavía los mensajes que intercambiamos por Facebook, meses más tarde, contando de nuestras vidas y sorprendidos por cómo nuestros caminos se fueron dando. Hong Kong tiene ese estilo londinense, pero para mí tiene también algo de Brasil.
Tuve una de las mejores cenas de mi vida. No solo por la comida que esa mamá y su hija me cocinaron, sino también porque fui consciente de la realidad que estaba viviendo. Una familia local me abría las puertas, sin conocerme, para conocer sobre mi vida, para escuchar mis historias, para contarme las suyas. Que mentirosas son las fronteras. Qué fácil es conectar las culturas.

Dormí en la casa de un local que quedó maravillado con el mate. Se sacó una foto conmigo y le contaba a sus amigos que tomábamos una especie de té verde con una bombilla. Me llevó a comer con sus amigos y se desveló, dos días enteros, para dejarme la mejor impresión de su país. La foto que nos sacamos, me la regaló y todavía la conservo.
“Es gracioso” – interrumpió.
“¿Qué?” – pregunté, un poco confundido.
“ Es que me contas sobre Hong Kong y no me descritos su comida, sus playas, su transporte público. Me hablas de las personas que conociste. Esas cosas nunca se olvidan”
“Menos mal que termine yendo, ¿no?” – me reí y tome un sorbo de mi copa de vino. Ya perdí la cuenta cuántas habíamos tomado.
Es que si. Hong Kong es inmenso. Muchísima gente camina sus calles. Cruzar sus calles es una aventura y, muchas veces, se hace por pasos subterráneos. Tiene buses de dos pisos, rojos, como Londres. Es que fue colonia británica. La comida es riquísima y tiene playa. Y una bahía hermosa. Pero vamos, que eso lo podes saber viendo Google. Mi cabeza prefiere quedarse con las cosas que, de otra manera, no encontraría.
Macau fue una continuación. Cambió el paisaje pero la sintonía con los alrededores era la misma. También mis energías. Seguía con las mismas prioridades con las que llegué a Hong Kong. Debo admitir, iban en aumento. Los buenos recuerdos del país que acababa de visitar, me motivaron.
Macau, colonia portuguesa y china, llena de casinos y hace poco independiente, me mostró esa misma diversidad de culturas, en su paisaje y en su gente.

Me enamoré de su casco histórico, de sus Ruas, de sus callejones parecidos a Lisboa (dicen, nunca estuve en Portugal), sus abuelos jugando en los bares de la esquina, sus templos, su comida, sus particulares vibras. También están los casinos, los lujos, los turistas, en su mayoría asiáticos, dispuestos a gastar fortuna en un solo día. Si supieran que lo que apuestan en una mano de Blackjack, era mi presupuesto por un mes.


Me hospedé con una chica francesa, que me presentó a sus amigos, de diferentes países. Bélgica. Italia. Y seguro un par más que no estoy recordando.
“Que raro que no te lo acuerdes” – acotó. ¿Capaz esbozó palabras con el solo fin de vencer el sueño?
“Es que esto pasó hace ya tres años. La distancia, en el tiempo y en la geografía, me dio la perspectiva suficiente para contarlo. Pero también me quitó la precisión en algunos detalles” – le respondí.
“¿No te pone mal?” – preguntó.
“¿Qué? “
“Digo, no acordarte todo”.
“La mente guarda las cosas que dejaron una huella. ¿Cuál es la diferencia si los amigos fueran italianos, españoles o egipcios? Lo que importa fue el momento. Y eso me lo acuerdo al pie de la letra”.
Tomamos unas cervezas. Nos sentamos el pie del río. Comimos frutas exóticas y charlamos de la vida. Una. Dos. Mil veces. Con gente que hasta hace un par de días, no conocía. Me sentía en plenitud. Me sentía plenamente agradecido por el momento que estaba viviendo. Quería gritar fuerte, y contárselo al mundo.
Pasó algo más en Macau. Algo que puede sonar irrelevante. Me llegó un mensaje por Facebook. Una chica me contaba que leyó mi blog, el cual todavía transitaba sus primeros años. Me agradecía por lo que había escrito. Me acuerdo leí ese mensaje varias veces. No podía creerlo.
“¿Por?”
“¿Entendes? Yo, en Macau, a miles de kilómetros de distancia, estaba ayudando a una persona en la otra parte del mundo, solo con mis palabras. Qué hermoso es escribir” – le respondí, casi reflexionando para mi mismo.
En ese momento me di cuenta, creo, el alcance que uno puede tener, si cumple sus sueños. En ese momento, en un segundo de éxtasis, me di cuenta que estaba haciendo todo bien. Hoy seguimos siendo amigos.
“Bueno, seguí contándome del viaje, dale” – me dijo, con un tono de voz raro en ella.
Levanté mi cabeza hasta que mis ojos se enfrentaran con los de ella. Tenía esa mirada. Frunció un poco el ceño, lo suficiente para mostrarme que algo no le gustaba, pero no tanto para marcarme que con una caricia en su mano, se podía arreglar. Estaba celosa.
Mis dedos tocaron los suyos, y seguí con el relato.
Los días en Macau siguieron y la ciudad vibraba en mi misma sintonía. Me mudé a otro Couchsurfing, una chica china que me dejaba su departamento entero para mí. Al otro día vendría una chica a dormir en la otra habitación, otra huésped. Pero ella, la anfitriona, vivía en otra casa. Nos dejó su casa entera. Qué locura.
De esos días, recuerdo varias cosas, pero una con exactitud. Desde la ventana de este departamento, se veía la frontera con China. Capaz, insisto, sean datos irrelevantes. No lo era para mí. China, al menos en mi infancia, se asociaba con lo lejano, con lo inalcanzable, con lo imposible. China era lo utópico. Y yo, por unos días, estaba a un río de distancia de la utopía.
“¿Cruzaste a China, entonces?” – preguntó, contenta porque seguí con mi relato.
“No. Me tomé un avión a Laos”.- respondí.
“¿Por qué? Si China es la utopía, ¿por qué no la alcanzaste?”
“No se si quiero alcanzar lo utópico. Es que la utopía sirve para eso. Para seguir caminando”.