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El Origen. Capítulo IX

“¿Viste las estrellas? Están hermosas” – interrumpió, con una mirada melancólica, como quien recuerda algo de lo que nunca quiso alejarse.
“No hay una sola luz además de las estrellas. Ni un solo ruido” – agregué.

 

La noche había hecho su aparición hacía rato y, aunque no tenía el reloj cerca, ni quería tenerlo, estaba convencido que las agujas habían decretado el comienzo de un nuevo día. No me interesaba saber la respuesta. ¿Qué iba a cambiar? Abrí una nueva botella de vino y, envalentonado por lo que ya tomamos, rellené las copas, sin preguntar. Sonaba una tenue música de fondo y en el cenicero se veían cenizas culpables del estado de relajación que sentíamos en ese momento. Nuestros sentidos estaban potenciados.

 

“Me buscaron en el aeropuerto, ¿podes creer? Guimba quedaba a 3 horas de Manila pero igual vinieron a buscarme” – acoté.
“¿Qué? ¿Quienes te fueron a buscar? ¿Guimba?” – preguntó, desorientada.

 

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Durante mis días con B, terminé de confirmar una experiencia como voluntario, con fecha de inicio ese mismo mediodía de despedidas, en el aeropuerto de Manila. Una escuelita al norte la capital, en un pueblo llamado Guimba, buscaba un profesor de Matemáticas que, mediante la modalidad de voluntariados, se acoplara a su método de enseñanza Montesori y que, a la vez, fuera con nuevas ideas y pase un tiempo con sus alumnos. El director de la escuela, junto a su mejor amigo, me buscaron en el aeropuerto, en una camioneta.

 

La intensidad del viaje iba a ser un adelanto de lo que esos 20 días iban a ser. Una experiencia única, pero intensa. Mi muela no estaba en sus mejores días e incluso hablar me generaba dolor. Y los filipinos son… bastante curiosos.

 

“¿Por qué” – preguntó, casi al estilo filipino.
“Quieren saber todo. Y por cada respuesta, tienen una pregunta más” – respondí.
“Pero, ¿qué te preguntaban?”
“Si era católico. Donde estaba B, que la habían visto en las fotos de mi Facebook y pensaban que viajaba conmigo. Si me quería afeitar la barba y dejarme el bigote. Si era del ISIS. Donde estaba B. Si estaba de novio. Si me quería casar. Donde estaba B. Si era del ISIS.” – Enumeré. Y podría haber seguido enumerando un buen rato más.

 

Ella se río. No sabía si era una broma o si hablaba en serio. A la mitad del viaje paramos a comer y, aunque masticar un bocado de comida me generaba un dolor agudo e insoportable, me las tuve que ingeniar para comer el plato que me habían comprado. Fideos con salsa, una hamburguesa y una coca. Todo a las 4 de la tarde.

 

Nos subimos al auto y, disculpas mediante, me tomé un analgésico y me recosté en el asiento trasero. No aguantaba más.

 

No podría saber cuantas horas dormí. Mis ojos se abrieron y me tomó un buen rato entender el paisaje que me rodeaba. Unos minutos más tarde, la camioneta bajó la velocidad y comprendí que habíamos llegado a destino. Me mostraron mi habitación y, para sorpresa mía, me encontré con varios medicamentos para la muela. Así de hospitalarios son, también, los filipinos.

 

Esos 20 días en Guimba fueron días que no voy a olvidar, por muchos motivos. Pasaron muchas cosas y yo pasé por muchos estados. Fueron días de tolerancia, conmigo mismo y con el otro. Fueron días de conocer una cultura distinta, en todo su esplendor. Fueron días inolvidables, sin lugar a dudas.

 

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Es que la rueda viajera se mostró, en todo su esplendor, y fui yo el que se subía a su carrousel, estando arriba y abajo varias veces, con la adrenalina propia de las bajadas pronunciadas sin previo aviso, y el alivio que generan las subidas en velocidad crucero, permitiendo a uno recuperar el aliento.

 

“No entiendo. ¿Cómo tuviste tantos vaivenes emocionales si estabas en un lugar fijo, haciendo lo que te gusta, sin ninguna prisa?”. -me preguntó, casi tan curiosa como una filipina. Es una de las cosas que más me gusta de ella. Siempre pregunta.

 

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Enseñar en Filipinas fue un viaje dentro del gran viaje. Tuvo todo. Recuerdo, al principio, pasar horas encerrado en mi habitación, casi abrumado por todo lo que estaba pasando. Es que, si salía a recorrer los pasillos de la escuela, todo era raro. Los nenes dejaban de hacer lo que sea estuvieran haciendo, para mirarme. Era la novedad y, a veces, me cuesta ser el foco de las miradas. Me intimida.

 

Se armó, en la escuela, una cena para festejar el cumpleaños de Edwin, el director. Todos los vecinos trajeron comida casera y pusieron las bandejas metálicas en una mesa larga, que hacía la suerte de buffet. Los profesores, sin dudarlo, se ubicaron por detrás de la gran mesa y empezaron a servir. Casi por naturaleza, imité su comportamiento y empecé a ayudarlos. No por obligación. Sino por gusto. La directora, espantada como quien ve caer un castillo de naipes de siete pisos, vino corriendo y me sacó de ahi. Me sentó en una mesa apartada, con amigas de ella. “Ellas están solteras. Vos también. Podrían empezar a hablar, ¿no?”. Si me encerraba en mi habitación, estas cosas no pasaban.

 

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“El tiempo fue pasando y todos fuimos cediendo. Es que la vida se trata de eso, ¿no?. De ceder.”

 

Se río. Se sonrojó. Creo entendía a lo que iba. No dijo nada. Esperó a que me decidiera a continuar con el relato.

 

Fui tomando confianza con los nenes y los profesores. Ellos, en especial los directores, empezaron a respetar más mis tiempos y mi privacidad. Fui, de a poco, dejando una huella y lo notaba. Hicimos viajes relámpagos para conocer lugares de la isla (aunque, siempre, en cada cena, me enfrentaba a preguntas incómodas. Casarme y noviazgo, las principales). Los días tenían un propósito y me gustaba. Pero no fue fácil. Porque, como siempre digo, el tiempo es comunista y, si pasa para uno, pasa para todos.

 

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Mi celular sonaba y no dejaba de sonar. Era tío. Por segunda vez. Pero por primera vez no estaba presente en el parto. Llegó uno de esos momentos que queres que llegue, pero que a su vez no queres. Deseé, y no iba a ser la primera vez, tener la inteligencia necesaria para desafiar las leyes físicas y construir una máquina que me permitiera teletransportarme. Una máquina que me permitiera estar, en solo unos segundos, en Argentina, para darle a mi hermana el abrazo que quería darle. Que duro es perderse esos momentos que van a quedar guardados en la memoria. Que duro es, a veces, estar tan lejos. ¿Qué hago en Filipinas? ¿Por qué no estoy en ese hospital, en este momento?

 

 

“Bueno, es parte del trato, ¿no? – intentó consolarme. 

“Si. Ya sé” – respondí, seco y con los ojos llorosos, derramando lágrimas contenidas desde hace unos años.

“A veces, ser egoísta, tiene esas consecuencias. Mientras seas feliz, estas justificado” – me susurró, casi al oído, pasando su mano por mi espalda, como quien contiene a alguien a punto de quebrar emocionalmente.

 

 

Unos días después, el papá de uno de mis mejores amigos falleció, ¿sabías? Fue de imprevisto. Estaba internado, pero estaba mejorando. Todos pensábamos que iba a salir adelante. Pero no. Y yo, una vez más, lejos, sin poder dar el abrazo que quería dar. No sabía que hacer. No se cuantas veces miré los pasajes para volver. Era mucho. Todo en tan poco tiempo. El universo me estaba poniendo a prueba. Te juro, pasé horas y horas acostado pensando que hacer.

 

 

“¿Y?¿Qué hiciste?” – preguntó. Claro, por ese entonces no nos conocíamos y, creo, no sabía como seguía la historia.

“Me quedé. Si estaba donde estaba, era por algo. Esos nenes también habían esperado mucho tiempo para compartir tiempo conmigo. Bien o mal, no lo sé. Pero me quedé”. – le dije, con mis mejillas húmedas.

“Duro”.

“A veces viajar no es color de rosas”.

 

 

Una Vuelta por el Universo. El Origen. Capítulo IX

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