“Bajense en La Aldea, esperan ahi la siguiente guagua (así llaman a los buses en Canarias) y de paso, los invito un cafecito” – nos dijo Julio, un señor asturiano con familia canaria, de pelo gris engominado y aires de abuelo que, como nosotros, tenía que hacer tiempo para el siguiente bus. Sin mucho que hacer y sin motivo alguno para negarnos, decidimos aceptar esta oferta del destino y escuchar las historias que Julio tenía para contar.
Así arrancaba el último día de nuestra escapada a Tasarte, la cual había tenido comienzo dos mañanas atrás. No te quiero mentir. Estuvimos muy cerca de no ir. Que si, que no. Que es muy lejos. Que no tiene sentido. Nos sentamos en la cama del hostel, con aires de resignación, cansados de que toda decisión sea un dilema y, suspiros mediante, nos miramos sin saber que hacer. Agos tenía que volver al día siguiente y dudaba si el viaje ameritaba tanto esfuerzo. Aunque por fuera delegaba toda la responsabilidad en ella para que decida si ir o no, por dentro yo también dudaba. Es que a veces, en la vida del viajero, se superponen dos grandes deseos. El de no hacer nada. Y el de hacer todo. Y cuando eso pasa, la mente colapsa.
En un segundo, como quien empieza a correr para saltar al mar desde una gran altura, agarramos la mochila y empezamos a caminar, en dirección el primer bus. Salió más caro de lo que pensábamos pero eso no nos tiró abajo. Ya estábamos arriba y, como mucha veces me dice Agos cuando me enojo porque algo no sale como lo había planeado, nada se podía hacer. Solo quedaba disfrutar. La guagua tardó mas de una hora y media y, en los últimos 30 minutos, vimos la peor cara de Gran Canarias. Gran parte del sur de la isla fue entregada a los extranjeros de una manera burda y asquerosa. Las cadenas hoteleras pisaron fuerte y el paisaje dejo de ser tal, para convertirse en una gran muralla de complejos 5 estrellas, todos blancos, todos con vista al mar y todos albergando a alemanes, italianos, noruegos, suecos o daneses. Los carteles de los negocios no estan en español y, dicen, nadie habla el castellano. Ver todo eso con mis propios ojos me generó repulsión.

La miré a Agos con cara de tristeza, sin poder entender porque ocurría este fenómeno. El bus pasó por Playa de Amadores, una hermosa bahía con un mar turquesa, calmo y transparente. La arena, clara pero no blanca, ocultaba su color debido a la innumerable cantidad de sombrillas y reposeras, todas dispuestas de forma simétrica, para ordenar a los turistas que pisan su suelo todos los días. Casi como una burla a su historia, una parte de la isla parece colonizada por extranjeros que obedecen al sistema, sin siquiera tener la rebelión para, en vez de reposar su cuerpo en la repostera, elegir tirar una lona en la arena.
“No entiendo a que vienen” – rompí el silencio, mirando por la ventana.
“¿Por qué? – me preguntó, creo, sabiendo la respuesta.
“Es que… miralos. ¿Qué sentido tiene? Vienen a otro país pero hablan su idioma. Comen la misma comida que comerían en sus casas. Ven las mismas caras que verían en sus parques. ¿Qué se llevan? ¿No les interesa conocer la cultura de otro país? ¿Cómo puede ser que no se emocionen al entrar a un café y pedir un cortado, un cafe bombón o un leche y leche? ¿Cuál es la gracia de tener exactamente lo mismo que tienen en sus ciudades de origen? Me indigna”.
Me miró, en silencio. Me abrazó fuerte y cerró los ojos. Ella tampoco sabía que decir.

Después de cambiar de guagua y de un sinuoso camino por las montañas, en el que más de una vez tuve que respirar hondo para no marearme, llegamos a Tasarte. Estábamos, literalmente, en el medio de la nada. Nos rodeaban verdes montañas que, más tarde, se pondrían doradas cuando el sol las bañara. No se escuchaban ruidos y corría una leve brisa. Manuel bajo a recibirnos y, después de aclararle que, aunque hablara italiano, era argentino, nos mostró nuestra habitación y nos hizo un recorrido por el hostel. Charlamos un rato, calentamos agua y nos sentamos a tomar mate, en la terraza del hostel, viendo, en el horizonte, un mar calmo y silencioso. La lluvia, amenazante, nunca llegó y, mientras debatíamos futuros proyectos, el cielo se fue abriendo y el sol, cayendo. Nos levantamos de la silla y nos fuimos a caminar. Queríamos ver el atardecer.

Solo quince minutos separaban nuestro hostel de la Playa de Tasarte, una playa de piedras que, al estar rodeada de montañas, da una sensación de inmensidad que es difícil de describir. Antes de salir, Agos había decidido preguntar si alguien podía cubrirla en el hostel donde estamos haciendo el voluntariado, y así quedarse una noche más. Al volver nos enteraríamos que la respuesta, por suerte, era positiva. El camino a la playa lo hicimos, finalmente, varias veces durante nuestra estadía en Tasarte y, ambas tardes, vimos caer el sol como pocas veces lo recordamos. El horizonte se despejó y permitió que el sol, como una gran bola de fuego, cayera de una manera nítida sobre el mar. Sin nubes. Sin dejar lugar a la imaginación. El sol caía de la misma manera que cualquier nene se lo imagina al dibujarlo sobre una hoja.




Una tarde con una cerveza y la otra con el mate, nos dispusimos a ver el atardecer, en un plan que no sabe de idiomas ni fronteras. Ver la puesta del sol es algo que elijo hacer en cada ciudad que visite. No se. Será la sensación de paz que transmite. Será la sensación de calma. Cuando el sol cae, la gente se silencia y todos aclaran su mente. Parecería que las cosas fluyen mejor cuando el día llega a su fin. Somos más conscientes de lo que nos rodea y parecería entendemos las verdaderas prioridades en nuestra vida.


A su vez, ambas noches compartimos la cena con la gente del hostel y, además de contar nuestra historia, escuchamos la ajena, en un ejercicio que, por repetitivo, no deja de dar sus frutos.
El despertador sonó cuando el sol siquiera había asomado. Había que volver temprano para que Agos tuviera tiempo de armar su bolso y emprender su camino a Barcelona, para su fin de semana de Arteterapia, el posgrado que decidió estudiar en tierras catalanas. La guagua pasó a la hora pactada y, además del conductor, nosotros y una señora de la que no supimos su nombre, estaba Julio.
“¿Qué me conviene? ¿Bajarme en el Cruce, o seguir hasta La Aldea? – pregunté, mirando al conductor, pero esperando que cualquiera respondiera.
“Bajense en La Aldea, esperan ahi la siguiente guagua y, de paso, los invito un cafecito” – nos dijo Julio, un señor asturiano con familia canaria, de pelo gris engominado y aires de abuelo que, como nosotros, tenía que hacer tiempo para el siguiente bus. Sin mucho que hacer y sin motivo alguno para negarnos, decidimos aceptar esta oferta del destino y escuchar las historias que Julio tenía para contar.

Un ratito después, el conductor nos abría la puerta y nos señalaba donde teníamos que esperarlo, treinta minutos más tarde.
“Vengan, por acá” – dijo Julio, sabiendo a donde ir. “Podría haber seguido en la guagua hasta la última parada. Seguro alguien ahí me levantaba y me llevaba a destino, pero mejor bajarme acá. Nos tomamos un café y a las 9 me tomo el bus”, acotó. No supe que responder.
Los tres nos pedimos lo mismo. Un cortado con leche condensada, o un cafe bombón, como le dicen acá. Julio nos contó de su familia, de unos amigos catalanes que conocía hace unos años cuando les hizo de guía por Tasarte, de los chalets en la colina que el ayudó a construir, de Olivia, el restaurant a las orillas de la Playa y de muchas cosas más. Todo en veintisiete minutos. Yo lo escuchaba atento, con una sonrisa, y dispuesto a preguntar, cada vez que la charla llegaba a un punto muerto.
“Esto es lo mejor que nos pasó estos días”, le dije a Agos, en un momento en el que Julio se distrajo.
Es que para esto viajamos. Al menos nosotros. Para encontrar experiencias. Momentos. Historias. Capaz Julio se toma un café con todos los desconocidos que se cruza en la guagua. Capaz no. A mi no me interesa. El universo quiso que Agos se quedara un día más y que, entonces, tengamos que tomar el bus de las 6.45. El universo quiso que Julio nos hablara y que se sintiera con ganas de contarnos sus historias. Esos veintisiete minutos fueron más que suficientes para hacerme entender que, dos días atrás, haber agarrado la mochila y haber saltado al vació, sin estar convencido de ir a Tasarte, fue una decisión más que acertada. Menos mal.

La guagua pasó a la hora pactada, una vez más, y durante todo el camino fuimos solo el conductor, Agos y yo. Siguiendo en la sintonía de la charla con Julio, hablamos durante todo el viaje. Los tres. Cada curva era testigo de una nueva historia y cada pendiente escuchaba una nueva consigna. Las montañas se desplegaban imponentes a nuestro alrededor, doradas por el sol de la mañana. El reloj avanzaba sin siquiera nosotros notarlo. Llegamos a Puerto de Mogán y ahí, una vez más, cambiamos de bus para tomarnos el último y definitivo con destino Las Palmas. En este nos sentamos en el fondo, en silencio. Agos dormía y yo miraba por la ventana, pensando si Julio, al llegar a su casa, tenía alguien para contarle todo lo que vivió. En mi mente, si. En mi mente Julio pudo hacer sus trámites y, al volver a casa, se juntó con sus amigos en el bar y les contó de dos argentinos que viajan por el mundo y que hoy, se tomaron un café con él.