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El Origen. Capítulo VIII

“Filipinas es un país especial, ¿sabes?” – le dije, para cortar un poco el hielo. Nos habíamos quedado en silencio, varios minutos, tomando una copa de vino más.

Me miró fijo y me preguntó el motivo de mi comentario. “No se, tiene algo diferente. Creo porque tuve la suerte de compartirlo con una amiga. Ese fue y es uno de mis grandes sueños. Que mis seres queridos se sumen a alguno de mis viajes. Poder mostrarles cómo es la vida de este lado. Cómo es la vida de este modo. Que vean que estoy bien, pero que también vean que estoy feliz. Ser, por una vez en su vida, su anfitrión”. Asintió con firmeza, como quien se emociona cuando alguien dice algo que uno estaba pensando.

Aterricé en Manila, intentando descifrar como llevar mi nuevo almohadón de una manera que sea práctica y que no me estorbe mientras me trasladaba del aeropuerto al hostel. B (mi amiga a la que vamos a nombrar con una sola letra para conservar su identidad) llegaba en un par de horas. Hacía casi un año que no nos veíamos y compartir un viaje con ella era algo particularmente especial.

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“¿Cómo era la historia? ¿Se conocen de muy chicos, no?” – me preguntó y, a su vez, me sorprendió. Juraba que le había contado la historia unos meses antes.

“B es hija de una pareja amiga de mis papás y nuestras hermanas compartieron primaria y secundaria. Cuando nuestros papás se juntaban a comer, nosotros jugábamos en alguna habitación hasta que fuera la hora de irnos. Más adelante compartimos peregrinaciones a Luján, algún que otro campamento  y, por sobre todas las cosas, la pasión por viajar. Creo tenemos una admiración mutua. Ambos seguimos con orgullo los viajes del otro y siempre intentamos, de alguna u otra forma, cruzarnos en alguna parte del mundo. Entre los puntos en común que comparten nuestros caminos, esta la pasión por la movilidad. Que un rato acá, que un rato allá, que el mundo es muy grande y la vida muy corta, que vamos a recorrerlo mientras podamos”.

“¿Sabías que yo la conozco, no? Nos cruzamos en Bolivia hace unos años” – comentó.

Las vueltas de la vida.

La busqué en el aeropuerto, unas horas después, y el viaje de vuelta al hostel fue un continuo sonido de voces porteñas que tenían como objetivo ponernos al día en lo que había sido nuestras vidas en el último tiempo. Llegamos, ella dejó sus valijas y sacó dos cosas muy importantes para alguien nacido en Argentina. El mate y los bizcochos Don Satur. Hablamos y hablamos sin parar, hasta quedarnos dormidos. Al día siguiente nos despertamos, pedimos un taxi y nos dirigimos al aeropuerto. Puerto Princesa era nuestro primer destino de, lo que iba a ser, una semana para el recuerdo.

Puerto Princesa. Port Barton. El Nido. Esos fueron los lugares que visitamos. Ibamos a ir a una isla de la que, ahora, no recuerdo el nombre, pero las condiciones climáticas, y un poco la comodidad que sentíamos en El Nido, nos alentaron a cancelar esa última parada.

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“¿Fuiste a Filipinas?” – le pregunté.

“No. ¿Por?”

“Es que estoy en la disyuntiva de que contarte. Si describirte las playas paradisíacas, con arena blanca y mar turquesa, las calles con nombre en español, la amabilidad de la gente, o lo afortunado que fui de tener tan cerca a mis amistades en momentos así” – aclaré.

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“¿En momentos así? – Indagó, casi frunciendo el ceño.

“Es que seguía sin hablar con mis viejos, ¿sabes? Y se venía el Día del Padre. Incluso no se si sabían que B había venido a visitarme. Hacía varios días no hablábamos. Creo la última vez había sido cuando crucé de Tailandia a Malasia. Ellos seguían enojados por mi decisión de haberme ido al Sudeste Asiático, convencidos que estaba tirando mi vida a la basura. A veces es necesario la distancia para que algunas cosas se vean con otra perspectiva. Incluso cuando se habla de la familia”.

Se quedó en silencio unos minutos. Creo no sabía muy bien que decir.

El hecho que alguien tan cercano compartiera conmigo una semana de mi vida, de mi nueva vida, tenía un significado muy importante para mí. B es de esas personas que si tiene algo para decir, lo va a hacer. Con o sin filtro, casi siempre con las palabras adecuadas, pero lo va a decir. Aunque no me sentía a prueba (ni me interesaba estarlo), los días con B me daban una extraña tranquilidad de sentir una aprobación que, creo, inconscientemente estaba buscando. Escuchar palabras y consejos de alguien tan cercano, en momentos donde mis decisiones eran cuestionadas, me servían para entender si era yo el que estaba cerrado en una verdad que consideraba lógica y decantada, pero que en realidad era un capricho tan, pero tan grande, que no me dejaba ver las cosas de otro modo. ¿Qué? ¿Vos pensabas que viajar es siempre fotos en una playa y tomar agua de coco?

Las charlas profundas fueron una constante y cada conversación terminaba con una fuerte conclusión que nos dejaba en silencio y pensando por unos minutos. No era el único que traía sus demonios para exponer y ambos nos fuimos turnando entre psicólogo y paciente. A veces uno tenía que escuchar y escuchar y a veces era momento de descargar. Siempre había algo para contar, algo para aprender, algo para enseñar y algo para llorar.

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“¿Qué pasó en el día del padre?” – preguntó, ansiosa.

“Nada. Lo llamé. Hablamos unos minutos y corté. “ – Le respondí.

“Medio seco, ¿no?”

“Que se yo. Las charlas con mi viejo siempre fueron concisas y cortas. Sin vueltas y bastante directas. Pero en esta en particular, sentí tensión. Nadie sabía muy bien que decir y ambos, creo, deseamos que el día del padre hubiera sido tres meses antes o tres meses después.”

“Pero fue en ese momento”,

“Y por eso lo llamé. Hay decisiones de las que uno no puede volver atrás”.

Los días pasaron, entre risas, charlas, lágrimas y mates, y el tiempo trajo consigo a mi peor enemigo. Las despedidas. Ese día te levantas de una manera especial. Te sentis raro. Evitas ciertos temas. Las charlas son más superficiales e intentas reír, aún en momentos donde no hay lugar para una carcajada. Con el tiempo aprendí a desarrollar ese escudo que me permitiera sufrir menos cuando digo adiós. El viajero, amante del sol, las playas y el mar turquesa, a veces tiene que ser frío como las montañas, para congelar sentimientos que, a altas temperaturas, nos pueden mover los cimientos de nuestras decisiones.

Nos abrazamos en el aeropuerto, balbuceamos palabras intentendibles y cada uno tomó su propia dirección. B se dirigía a Manila, a un encuentro educativo, su motivo principal del viaje a Asia. Y yo me dirigía rumbo a Guimba, un pequeño pueblo a 3 horas del aeropuerto, donde iba a ser profesor voluntario de Matemáticas en una escuelita.

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Caminamos en direcciones opuestas, dándonos la espalda, dibujando una sonrisa en nuestro rostro. Cumplimos el objetivo y, después de esa semana, la vida se veía un poco más fácil. Unos meses más tarde, en una de mis vueltas a Argentina, iría a un tatuador con un diseño específico, lleno de coordenadas. Una de esas coordenadas pertenecerían a El Nido, intentando dejar un mensaje en claro. ¿Qué seríamos sin nuestros amigos? Miro ese tatuaje y cuando llego a las coordenadas filipinas, recuerdo la frase que más me marcó en esa semana.

“¿Cuál?” – preguntó, ansiosa.

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“Para ser ejemplo de alguien, lo mejor es no pensar en serlo. Solo hay que ser como sos. Sin presiones ni influencias. “

Una Vuelta por el Universo. El Origen. Capítulo VIII.

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