Lo pregunto, lo grito, lo lloro y lo reclamo.
¿Estoy acá para quedarme, o vine solo para volver a marchar?
Remo las olas de un mar que se calma cuando no lo espero, y nado en las olas de un agua que se revuelve sin avisar.
Me cargo la mochila en la espalda, me muevo por la imposición que hace un años me puse de no dejar de viajar y no me pregunto, si en algún rincón de mi equipaje, puse las raíces que algún día tendré que sembrar.
En el dilema del que se mueve sin parar, el capítulo de consolidar esta oculto para aquel que sabe (y quiere) leer. Entre lineas, de manera sutil, el universo nos hace saber que frenar no está tan mal.
Tantas veces nos fuimos y ahora, de repente, nos queremos quedar. Cambian los roles y, por primera vez en no se cuanto tiempo, dejamos de ser la novedad. No somos los que llegamos y en unos meses nos vamos. Somos los que llegamos, no sabemos hasta cuando.
De repente emigramos, y no viajamos. Cambia el verbo, y cambia la esencia. Los días son meses, y las estaciones se repiten. Comparamos veranos y escapamos en el invierno, pensando, claro está, a donde volver.
Somos esos que se fueron sin pasaje de vuelta. Somos esos que no se cansaban después de meses y meses en movimiento. Y somos estos, también. Los que necesitan un banco para descansar, de tanto en tanto. Si me ves sentado, mientras estas viajando, te pido pares, me des un abrazo y un vaso de agua.
Que encontré las raíces, y las tengo que regar.